Año 1975.
Yo me encontraba en la sede del Centro, concretamente en
la Secretaría Internacional de Ginebra.
Estaba sentado frente a un ventanal. De improviso la
ventana se desvaneció y vi emerger de una profundidad abismal un hombre
gigantesco, con los ojos rojos y encolerizados, que tenia apoyados al lado de
la pierna derecha tres enormes cedazos, uno más fino que otro.
Su aspecto era terrible y espantoso.
Al principio no podía comprender su significado, pero
repentinamente vi en el cedazo más grande agitarse como peces pequeños una gran
multitud de seres humanos.
El gigante tomó el cedazo y comenzó a agitarlo violentamente.
Aquellos que no podían pasar por las mallas del cedazo
eran la mayoría. Se agitaban desesperadamente unos contra otros y se herían con
los dientes.
Muy pocos, los más sutiles, pudieron pasar al segundo
cedazo.
Los demás que quedaban sobre las mallas eran arrojados al
fuego.
La misma operación se repitió con el segundo y el tercer
cedazo. De modo que cuando quedaron poquísimas personas, las más sutiles, el
gigante las metió en un saco, se las cargó al hombro cual si fueran simiente y
comenzó a caminar.
Finalmente, sobre su mirada pude ver una sonrisa de
satisfacción.
Dio media vuelta y desapareció.
Esa buena simiente, queridos amigos, son los Elegidos.
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